lunes, 14 de abril de 2008

Lleisa, una chica audaz

Lleisa, estaba apenada, las lágrimas inundando los ojos no le dejaban ver su camino pero sus piernas se movían con entereza y rigor. Menos de cinco horas eran las que llevaba fuera del iglú buscando a su perro, él no estaba agazapado ante su casa de hielo, era la primera noche, que recordará que no estaba allí en dieciséis años, la misma edad de la niña. El perro fue el regalo de papá, porque aquel había visto la luz el día que lo hacía Lleisa. Este acontecimiento en el seno de la comunidad de unos pocos igloos fue acogido como una señal y los dos debían permanecer juntos. La joven al despertarse y no percibir la sombra de su guardián se asustó, algo había sucedido, lo sabía y tardó en pensar en algo más que en tomar una cantimplora, unos trozos de carne seca, un paquete de veinte cerillas, sus padres dormían y fuera no había luz, atravesó la puerta y se fue caminando abrigada con su piel de oso por esa Siberia profunda y con el destino de los pasos en la mano de la intuición. Se asombro envuelta en una bruma constante de no dejar una nota o algún signo del motivo de su partida, su padre creería que se había marchado con Kizu, instantáneamente su valentía se transformó en tristeza, pero no dudó y no cesó su búsqueda. Las imágenes de Kizu eran lo único que rondaba por su cerebro. Andaba, helada de frío, con un deseo y con la esperanza aplacando la nostalgia, perdiendo el miedo a perder. Tres días, cuatro, y las provisiones se estaban agotando, no le quedaba comida, eso que la había racionado, con cinco cerillas y todo el agua que pudiese alcanzar con los ojos, sin nada con que alimentarse no podría seguir tampoco podría volver sin él, podría morir, era terca y aunque no quería pensar en estas cosas, el silencio la obligaba y se repetía “sola nunca” Pero el destino de Lleisa y su arrojo atraían a la suerte de su parte y a lo lejos logró adivinar una silueta de alguien alto y fornido, mientras se acercaba obtenía la total certeza de que allí donde nunca había nadie un hombre estaba frente a ella, y quizá pudiese ayudarla. El caminante, la observo con gesto preocupado mientras algunos mechones rubios salían de su gorro negro y cuando estaban tan cerca como para tenderse la mano el hablo, la preguntó por el motivo de encontrarse ella sola tan cerca de ninguna parte y con esa cara de extrema fatiga con la que la costaba sonreír, lo hacía mientras le informaba de la desaparición de su perro. Pronto dejaron de mover los labios y se sentaron permaneciendo eclipsados durante más de un par de horas, sin embargo ella alcanzó a saber con el escaso nivel de ingles de un año de clases, antes de dejar el instituto, que era un fotógrafo contratado por el Nacional geografía para inmortalizar la belleza de Siberia. El encuentro fue mágico, no solo porque se sentía recién comida y completamente descansada con el cobijo del frío hielo bajo sus nalgas, sino porque se había enamorado y no era joven para saberlo. Ambos aligeraron la carga de la soledad, con el sonido de otra respiración y con el lenguaje que sale del alma. Por eso al unísono se levantaron y pa rieron a su destino, por distintos senderos sin echar la vista atrás. A estas alturas de su viaje sabía que no era una despedida, sólo un hasta pronto. La chiquilla veloz y ágil como un lobo entendía que Kizú la aguardaba en alguna parte más allá y que debía continuar. En el reflejo del hielo después de cumplir diecisiete años, no tenía la certeza del día en concreto, entre tanta bruma acuosa no sabía cuando era de día y de noche, pero su madre ya había comprado el regalo, lo había visto bajo unas pieles y si no recordaba mal faltaban tres días para cumplirlos el día que se fue y parecía haber pasado más de una semana, al mirarse en el reflejo percibía un resplandor y la mirada de una autentica mujer, y Kizu la había regalado esa parte. Atípico y agradable para su corazón como saludable para sus ideas mentales eran todas esas brisas de esperanza que surgían tras conocer a un fotógrafo americano y chapurrear ingles. La rutina de su iglú se desvanecía de su cabeza y cada segundo quería con más fuerzas encontrar al motivo de hallarse allí. Pasaron los días, las semanas, como una cazadora son el instinto de supervivencia a flor de piel Lleisa aprendió en ese austero lugar a mantenerse con vida, a cazar ratones y pequeños peces que se escondían por los agujeros, pero las cerillas se acabaron y le costaba tanto comer el décimo ratón crudo como el primero, su padre estaría fumando de la pipa junto al fuego y su madre cocinando alguna liebre que el habría traído, esto la hacía sentirse triste, pero sacaba las fuerzas de algún lado para seguir, por eso a los dos meses de búsqueda, su cuerpo delgado ahora flaqueaba y sin ser consciente se desvaneció, calló bruscamente al suelo y perdió el conocimiento. En condiciones normales esto era la muerte, pero su suerte no era esa y un indio cargo con ella en la espalda hasta posarla dentro de un lecho de pieles dentro de una cueva de piedra. Ella soñó, con Kizú, y al despertar creía estar aún dormida al no ver la bruma sobre ella sino la roca caliza y el calor de una hoguera que era alimentada por un viejo indio ataviado con un dándole la espalda. Esa figura no transmitía miedo era como el calor de esa hoguera era volver en casa. La tundra siberiana era ya algo familiar y todo lo que pasaba en ella y tan inusuales sus recuerdos en casa con sus padres, por eso el indio era ya un amigo, su sola presencia en aquel lugar le convertía en eso y le hizo saber con la voz ronca y hablando despacio que él estaba al corriente de su misión y le obsequió con una bolsita de cuero anudada con una cuerda y que Lleisa desató, en el interior había un puñado de hojas rojas que el indio no denomino pero la explicó que proporcionaban cura al hambre y al frío, debía chuparlas para cubrir estas necesidades pero una vez se volviesen amarillas, la hoja vacía de propiedades debía ser tirada a algún lugar con algo de vegetación,”así la estarás dando las gracias ayudándola a ser otra cosa” La miró dando una última calada a la pipa para apagarla después con hielo, introducirla en el bolsillo y marcharse. Era todo un ritual observar a aquel indio que no parecía de carne y hueso sino espíritu, Lleisa se quedó un rato inhalando el rastro de humo que él dejó, desconcertada, “¿qué misión?” hubiera preguntado si hubiese tenido la capacidad de hablar a disposición, ¿era Kizú acaso su misión?, o era otra cosa que arrastraba el viento frente a su cara cada día que cansada iba en busca de aquél. Un año fuera de casa, más o menos, había sido de día, un día oscuro, pero al fin y al cabo de día y había visto muchos más animales que en invierno y se había sentido menos sola y aquel era el día, de invierno otra vez, que tiraba la última hoja, la última hoja amarilla, pero veía lobos y no la atacaban y ellos y ella demostraban que lo que tenía frente así era algo real y no un delirio. Lleisa seguía soñando con su perro, que la hacía olvidar el frío, con los ojos medio cerrados, pensaba en sus recuerdos de antes de verlo todo del mismo color, de cuando era niña, en su cumpleaños, ¿tendría dieciocho ya? Abstraída le costó descubrir frente a ella a un gran oso blanco, a un metro que la analizó de arriba abajo, una mirada inteligente y desapareció con tanta rapidez como había aparecido y ella no vio por donde se fue, da igual, la había dejado esa bestia, algo tan raro, el conocimiento, y oyó hablar a dos pájaros que sobrevolaban su cabeza, al hielo le notó sentir mientras crujía y ella se sintió capaz de traspasar océanos con solo quererlo. La razón no tenía cabida frente a la vida misma y se debe creer en otras cosas. Recordó que ya le enseñaron sin decírselo el americano y el indio, sólo que no estaba preparada para entender. Caminaba, tenían un destino fijado cada paso alante, cada paso más, caminaba y sobrevivía a las ventiscas, al frío, al miedo, a la soledad con ayuda de una fuerza invisible que salía de ella pero que antes no había notado, no dejo de andar hasta que alcanzó el lugar y no lo sabía e iba a hacerse un hobillo y dormir cuando un paraje de vegetación y una cascada aparecieron ante si. Tras la cascada, allí había algo, una poderosa luz que no sabía si era real o solo una imaginación, el lugar poseía una gran belleza, no desvió la atención de la cascada y la luz la mostró poco a poco una silueta que reconocía, el americano salió por fin de la cascada y confesó sin mover músculo alguno que no dejaría de acompañarla durante su existencia, para protegerla y aprender juntos a brillar como una estrella. Alguien más salía de la cascada, la cabeza del indio detrás del americano y él la contó que era su fuerza, esa que le había permitido aguantar y no herirse con los muchos diablos que acechaban su misión y querían desbaratarla, pero ella había triunfado, entendía todo, y el oso blanco salio aguantándose en las patas trasera y delanteras en alza para sobrepasar la altura del indio y decirla que su alma era guerrera porque había luchado contra todos sus propios miedos y conseguido la victoria. Lleisa miraba a aquella cascada, el americano, el indio más alto y el oso erguido, recubiertos de luz y no pudo creer o le costo lo que vino tras esta imagen, pues al lado de estos tres un perrito blanco y gris ladraba feliz. Corrió al verle salir y en aquel microclima le abrazo con todas sus fuerzas, el la calmo, su pelo la calmo, sus ladridos, sus ojillos sabios y el perro pareció decir: “yo era tu guía, nací para serlo y hoy has acabado tu viaje, puedes volver a casa”

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